por Larosi Haidar
Sin que nadie de la familia me viera, salí de casa sigilosamente y me zambullí en la marabunta que iba y venía por lo que parecía una calle principal de la desdichada ciudad. Ahora, ya fuera y libre de ataduras, me veo hostigado por un incesante martilleo de recuerdos y emociones a medida que me iba introduciendo en las entrañas de mi pobre ciudad natal. Los aires de antaño inundan mi mente y una sonrisa inocente y perdida subyuga mi cara, me emboba y atonta sin remedio. Sin caber en mí de gozo, huelo, siento, veo el tan querido Barrio Cementerio, mi nariz se estremece acariciada por el tibio aroma de café catapultado por el ruidoso Bar Morales; me giro en sueños y diviso adormecido al emblemático barbero Shaui de cuyos dedos, pálidas, cuelgan las tijeras. Cierro los ojos y en mi cabeza resuenan los golpes de tambor de las madrugadas ramadeñas de aquellos maravillosos años. Los abro y me deslumbra el balido de cabras y ovejas acorraladas al aire libre para ser vendidas en polvo de carbón y arena, levanto la vista y me lloran los perros enjaulados en el matadero solitario y triste de la colina mil veces perdida. A la izquierda, el híbrido de jaima y barraca medio enterrada me escupe su dulce canción coránica de vocecitas infantiles al son de la batuta angelical de Arrubai. Más allá, la panadería encorvada y sencilla humea alegremente bajo la mirada misteriosa de las rocas. Arriba, imponente y amenazador, el Polco, esa huella tardía del monstruo americano. Giro hacia la derecha y me acaricia la brisa serpenteante de Luad enroscada eternamente al rugido vibrante de los apacibles camellos. Me pita un coche. Vuelvo en mí. Vuelvo. Vuelvo sobre mis pasos y me despierto risueño paseando por el Zoco Pequeño, oliendo pieles, telas, humos y sueños del pasado. Me sorprende, una vez más, el tumulto que ahoga la carnicería de Foidal. El autobús de la Playa sigue aletargado en la parada de siempre y, de vez en cuando, da un brinco como asustado por el ruido de las escopetas de aire comprimido de la vecina caseta. Miro al cielo y se me cae encima el blanco embriagador de la mezquita Aba Haya. Bajo la vista y mi corazón se rebela, me cocea excitado por las risas y gritos de alegría de los niños radiantes de felicidad al recibir de Suelam, el panadero, los paradisíacos panecillos greisat. Cierro los ojos y me alcanzan las ráfagas inofensivas de varias Singer, máquinas de coser eléctricas estratégicamente situadas; los abro y me deslumbran las docenas de sandalias de pulmón, colgantes cual coloreados murciélagos en espera de la noche. Sigo caminando. La polvorienta calle Trasera dispensario me hace estornudar, me ahogo y huyo hacia el bullicio de la calle principal. A un lado, las Casitas del Retiro se flirtean como enormes orugas encalladas; al otro, la Guardería, las Casitas de Chiuj y el Zoco Lamjaj. Cierro los ojos y, como si fuera mi último suspiro, una sucesión de imágenes y emociones desfila por mi cabeza vertiginosamente: el horno de Lhihi, la Oficina del Frig, el cuartel de la Policía Territorial, la Sección Femenina, el Hospital Grande, el Parque, Cine las Dunas, el cuartel de Artillería, la cafetería Natacha, el Zoco de cristal, calle Fuente, el Instituto, la Piscina, la Cochera, el Jarsitu, las granjas de Chano, el colegio La Paz, Aviación, Transáhara, las Casitas Ladaru,... todo un sueño de dulces recuerdos de niñez que me embriagan y me alivian. Desgraciadamente, vuelvo a la realidad, me despierto. La calles por las que me arrastro me son extrañas, mis ojos las repudian, repelen su omnipresente rojeado y rojizo rojo. Mis recuerdos han sido aniquilados por olores ajenos y cochambrosos, por escenas patéticas y rancias, por voces desagradables y cacofónicas. El Aaiún ha desaparecido y en su lugar yace un monstruo artificial en el que apenas se reconoce el esqueleto inerte de una radiografía borrosa de mi ciudad natal. Rojo, rojizo y rojeado. El invasor campa a sus anchas. Polvo y suciedad. Tristeza, miseria y terror. Impotencia ante la cruda realidad que, de un bocado, se tragó mi ciudad, mi bonito Aaiún, mi pobre Sáhara. No puedo más y sólo puedo recitar, entre lágrimas, los versos de mi poema ¡Qué pena!:
Recuerdo las dunas esbeltas
de antaño
y ahora en mi mente
se empujan humilladas
por los vientos del norte.
Recuerdo dóciles rebaños
a mares
por el amado desierto
y hoy ocupan su lugar
alimañas de norte incierto.
Recuerdo beduinos sonrientes
honestos
encariñados con su tierra
ahora veo criaturas norteñas
rencorosas y deshonestas.
Recuerdo el mágico perfume
ceniza
de alcance infinito y ahora
todo huele a ajos, cloacas
nortes, arenas movedizas.
Recuerdo seductores mantos
en guitarra
símbolos de exquisita finura
y ahora me ciega la costura
norteña de tela y capucha.
Lo recuerdo y me acuerdo
aciago
que hoy la patria es reo
de reyes y oscuros intereses
y el dolor me rompe las venas
por tu destino
Sáhara ¡qué pena!
11/10/2008
Larosi Haidar
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