Para quienes amo, convecinos de la wilaia de Aaiún, en el territorio
de la República Árabe Saharaui Democrática
Dos desesperanzas,
la distancia
y siete heridas… Tengo miedo de que me rompan
el alma
Miral al-Tahawi
Hubo un tiempo en el que Europa y África, sus áreas ribereñas, constituían las dos orillas de un único mar interior, el Mediterráneo, convertido en nexo unificador y medio de relación entre las diversas culturas surgidas a lo largo de su extensa orla costera. Un camino por el que se expandieron políticas de dominación y de conquista pero también prósperos intercambios comerciales o procesos de colonización y mestizaje, cuando no trascendentes influjos en el ámbito literario o intelectual.
Tan solo cuando la evolución socioeconómica estableció y reforzó notorios desequilibrios y desigualdades, potenciados por el reparto colonial del siglo XIX y las nada favorables consecuencias del dominio ejercido hasta bien avanzado el siglo XX, perpetuadas en la política post y neo colonial, ese mar que había sido eslabón y eje se transformó en límite, separación y frontera. Y, fruto de ello, se impusieron las reservas, las desconfianzas, los prejuicios y los mutuos recelos desde posiciones de hipotética superioridad o de sagaz asunción de una supuesta debilidad.
La actitud con la que los europeos vienen abordando, en general y desde ese momento, toda posible consideración de cualquier otro mundo ajeno a la propia condición, circunstancias y patrones culturales y, en particular, la del África sahariana, parece oscilar entre diferentes ópticas, actitudes y maneras de reverenciarse, propiciadoras de comportamientos y valoraciones igualmente diversos: desde el establecimiento de una visión romántica a la elaboración de una minusvaloración demoníaca, pasando por la más consabida, aunque no siempre reconocible, atención de corte paternalista. Toda una variada serie de posicionamientos y maneras de entender al otro, lo ajeno, que se asemejan entre sí por el hecho de no propiciar, en modo alguno, acercamientos directos y efectivos a ese mundo, distorsionados o velados (cuando no deformados) por múltiples prejuicios y creadores de una conciencia de falsa superioridad y, por lo mismo, desenfocados con respecto a una realidad bien diferente y particularmente distinta en los valores o en los comportamientos; pero no distante de las fronteras geográficas del continente europeo (de las que se constituye en área o demarcación vecina), ni de la conformación de su sociedad contemporánea (a la que se han ido incorporando y siguen haciéndolo, en estos últimos años, un creciente número de inmigrantes africanos de distintas procedencias y que, en gran medida, son originarios del área del Magreb). Algo que debería de exigir nuevos enfoques y no solo para un adecuado replanteamiento de la problemática migratoria cuanto de la propia identidad europea e hispánica, condicionada fatalmente por ese espejo en el que se construye la imagen del otro y a partir de la que reafirmamos nuestra propia idiosincrasia.
Una visión romántica que se ha preocupado preferentemente por resaltar aquellos aspectos que pudieran considerarse más positivos de sus comportamientos y formas de ser (la hospitalidad, el respeto al otro, la afabilidad, la dignidad en el trato…) que nos permite, en muy buena medida, el reencontrarnos con el mito del buen salvaje, del hombre puro y en estado natural, lejos de las contradicciones y contaminaciones del mundo civilizado, que se integró con fuerza en el imaginario colectivo de la sociedad europea a partir del descubrimiento del Nuevo Mundo, y que se constituyó en objeto de deseo para sus capas más intelectualizadas y cultivadas, como consecuencia de los planteamientos concebidos por la Ilustración roussoniana. Una imagen que, todavía hoy, se proyecta sobre las civilizaciones nómadas del desierto y del Sahel con más fuerza de la que debiera.
A través de una minusvaloración demoníaca se tiende, como fórmula defensiva y desconfiada, insegura y temerosa, a la condenación de todo cuanto se considere diferente, novedoso, extranjero, distinto… por el mero hecho de serlo. Un comportamiento que, en nuestros tiempos, alienta tanto las actitudes racistas cuanto propicia un falso progresismo antiislamista que, en base a ejemplos tan evidentes como bien manipulados por una intelectualidad globalmente pagada de sí misma y empeñada en la tarea de hacer ver que reivindica unos compromisos que hace tiempo que no asume, y unos medios de comunicación más comercializados y manipuladores de la opinión pública que vehículo y sustento de información, convertidos en augures y profetas, salvaguarda de los valores presentes y futuros, y como consecuencia de una irresponsable, perezosa y culposa falta de conocimiento acerca de la dinámica problemática que afecta a sociedades tanto o más complejas que las pertenecientes al mundo más enriquecido y, a la vez, bien diferente a ellas y diversas entre sí, pretende diseccionarlas e incidir en ellas a partir de un único sistema de referencias nacido del marco socio-político occidental y de su particular comprensión del mundo y de sus valores. Simplificación que permite conseguir una fácil identificación de lo maligno, de lo aberrante… como un único y particular objeto de aborrecimiento y rechazo, espantapájaros caricaturesco y fetiche expiador de todos los miedos y remedio para afirmar una más que dudosa superioridad moral.
Por medio de una atención paternalista, asentada en un sedicente e inconfeso sentimiento de hondas raíces neocolonialistas, se considera como una necesidad primordial la de trasladar a éstos y otros pueblos la buena nueva de nuestra propia civilización consumista, seudoigualitaria y formalmente democrática: “ayudarlos” en la superación de sus incapacidades, “orientarlos” para superar sus deficiencias institucionales u organizativas, “aconsejarlos” para que renuncien a sus abusos y arbitrariedades… ¿acaso anulados y desaparecidos del “mundo civilizado”?... En definitiva, tutelarlos para asegurar un uso más eficiente de sus/nuestros recursos, propios o transferidos, y evitar así la corrupción, o, lo que viene siendo lo mismo, proponernos como paradigma, de modo y manera que funcionen dentro de unas mecánicas administrativas avanzadas y mucho mejores, incluso, que las administraciones de sus estados protectores. Loable empeño… Un planteamiento casi nunca bienintencionado pero siempre conmiserativo del que adolece, en no pocas ocasiones, la política de los organismos internacionales y aún las voluntaristas ONG’s y en el que destaca, por sus incapacidades y desenfoques, la política africana, y específicamente magrebí, de la Unión Europea, que parece incapaz de superar la perspectiva generada por la condición de las viejas metrópolis coloniales ante sus antes forzados conciudadanos y siempre dependientes.
Frente a este tipo de actitudes y comportamientos, cabe asumir el carácter imprescindible de la ayuda, la necesidad del apoyo, la conveniencia de una colaboración que posibilite que no se ahonden ni perpetúen las desigualdades y la bipolarización del mundo, pero siempre operativas tan solo en la medida en que se propongan y propicien en un plano de igualdad jurídica y política, como correspondería a la relación que se establece entre estados soberanos o poderes legitimados institucionalmente, o la que asumirían sociedades plenamente responsabilizadas en la construcción de sus respectivos futuros. Un posicionamiento en el que se ha avanzado mucho menos que en los anteriormente descritos.
Estos o parejos posicionamientos coexisten y se perciben, a veces de forma encubierta, en las relaciones recientemente establecidas entre sectores crecientes de la población hispana y aquella parte de la sociedad saharaui que se acoge en los campamentos de refugiados instalados en la “hamada” de Tinduf, dentro de las fronteras de Argelia. Un variopinto y espontáneo intercambio que se ha venido desenvolviendo con fuerza en estos últimos años, a partir, sobre todo, de la llegada de los niños saharauis a las diferentes comunidades autónomas de España, como consecuencia de la materialización de un proyecto programado y presentado por las asociaciones de amistad hispano-saharaui con el nombre de Vacaciones en Paz y la vehemente colaboración solidaria que se ha promovido como consecuencia de estos acercamientos a nivel familiar. Los niños han llegado en un número creciente hasta superar la cifra de los 7.000 para convivir durante uno o dos meses con familias voluntariamente acogedoras.
Una situación y unos efectos a los que no son en absoluto ajenos los desbordantes y, a veces desgarrados y hasta desequilibrantes, sentimientos de mutuo afecto que han roto todo tipo de barreras, obstáculos y prevenciones, pasando por encima de cualquier distancia lingüística, cultural, socioeconómica…, por lo menos en una consideración apresurada y aparente. Dando lugar a una transferencia de bienes, pero también de valores, actitudes, comportamientos… que pareció capaz de anular las patentes diferencias culturales y socioeconómicas, y también políticas, que caracterizaban a ambas sociedades. Estableciendo y propiciando una particular coyuntura en la que, para asumirla y reafirmarla, se hace necesaria una reconsideración de la misma y, por lo mismo, nuevos planteamientos que permitan la regularización de estos acercamientos y ahonden en el mutuo conocimiento desde el respeto más escrupuloso y atento a los rasgos culturales y sociales de cada cuál. Un esfuerzo que, aún, no ha comenzado sino parcialmente a desarrollarse y que consideramos imprescindible para el reforzamiento y la estabilización de este tipo de relaciones a partir de formas y procesos no traumáticos.
No debemos de olvidarnos del hecho de que, en menos de diez años, los saharauis habitantes de los campamentos y los españoles de las más variadas procedencias y condiciones sociales se han aproximado y convivido más y con mayor intensidad que en cien años de dominación colonial del Estado español sobre el Sáhara Occidental. Y eso, aún después de haberlos incorporado, por evidentes razones de orden político y estratégico que no cabe analizar aquí, como ciudadanos de pleno derecho de una España que se intitulaba, de forma harto grandilocuente, Una, Grande y Libre, para después abandonarlos a su suerte en base al bochornoso Tratado de Madrid, acordado entre el gobierno español, el marroquí y el mauritano.
Ese contacto vital y el incontestable crecimiento de una generosidad no siempre desinteresada y, en ocasiones, susceptible de encubrir intereses muy particulares cuando no decididamente egoístas y egocéntricos, dieron sus primeros y no calculados frutos en la ruptura del aislamiento propio de unos campamentos de refugiados situados en una zona geográfica inhóspita y con múltiples problemas de acceso y comunicaciones de todo tipo. Y posibilitaron la consiguiente y forzada transformación de la sociedad instalada en los mismos en una colectividad dinámica y activa que comienza a abandonar, con cierta rapidez y de forma nada programada o planificada, los patrones de conducta propios de una comunidad instalada en el nivel de la mera supervivencia y plenamente dependiente, para ello, de la ayuda internacional de carácter humanitario, para transformarse y modificar, de forma inequívoca y patente, sus pautas de comportamiento en base a modelos y niveles de vida parejos a los de cualquier sociedad civil de su entorno, aunque sin verdaderas capacidades productivas autogeneradas. O, lo que es lo mismo, abriéndose a nuevas formas de comercialización y consumo y a un acelerado proceso de monetarización, con la consiguiente aparición de nuevas exigencias y necesidades, consecuencia directa de las nuevas aportaciones en recursos y dinero recibidas a través de las familias y por medio de contactos o relaciones particulares. Se establecen así nuevas posibilidades de subsistencia pero también nuevas y más profundas desigualdades sociales sin dejar de seguir viviendo en campamentos de refugiados y, por lo mismo, en comunidades muy peculiares y no sometidas a unas condiciones de vida normalizadas, fruto de una cotidianeidad nacida de condicionamientos nada ordinarios.
Las ventanas abiertas al mundo, a Europa y, singularmente, a las diferentes comunidades autónomas del Estado español, por las que salen y vuelven los niños, y con ellos y por ellos, los recursos, tanto monetarios como en bienes de consumo, que llegan tanto a través del ya mencionado programa de vacaciones como en las cada vez más habituales visitas de las familias españolas a los habitantes de los campamentos, han posibilitado esta acelerada transformación y se han convertido, por lo mismo, en inconscientes y nada responsables inductores de la misma, de la que todos los cooperantes se convierten en inequívocos promotores y que derivan hacia actitudes crecientemente reticentes ante algunas de las consecuencias derivadas de esas iniciativas interpersonales.
Se genera toda una serie de cambios irreversibles que exigirán de unas mayores dosis de comprensión y de nuevos y más reposados entendimientos por una y otra parte. Tal vez sin desearlo, quienes nos creíamos cooperantes altruistas nos veamos convertidos, cada vez más, en turistas de la solidaridad, tratados con afabilidad que no con familiaridad, no tanto apreciados por nosotros mismos cuanto sujetos y hasta objetos de ese nuevo consumismo. O quizá no nos quede otra opción que la de aceptar y entender la codicia y el sentido del cálculo que nacen de los contactos comerciales… Pero también convendría que transmitiésemos la imagen de que no somos potentados ni, mucho menos, generosos a costa de aquello que no necesitamos o que nos sobra, sino verdaderamente solidarios ante un estado de necesidad o por meras y bien respetables relaciones de afecto y proximidad, cuando no por una generosa identificación política con su lucha por la conquista de un autogobierno que les permita la recuperación de su dignidad como pueblo y la plena soberanía sobre su tierra y su vida colectiva. Ni todos los españoles, como también ocurre entre los saharauis, disfrutan de las mismas posibilidades económicas a la hora de hacer efectiva su solidaridad; ni aquellas están en relación directa con la proximidad o con el efectivo interés con él que se siga la problemática saharaui; ni la preocupación o el interés de los saharuis por esos contactos es siempre idéntico o, ni tan siquiera, semejante; ni su grado de identificación y consideración personal puede medirse en claves puramente económicas o simplemente afectivas… Son algunos de los retos a asumir y dilucidar en una convivencia que tiende a evolucionar aceleradamente desde sus inicios hasta el momento presente.
Frente a todo esto… ¿Cuándo seremos capaces de vernos los unos a los otros como realmente somos, con nuestras positividades y virtudes pero, también, desde la perspectiva de nuestras respectivas carencias y defectos? ¿Cómo asumir a ese otro, a quien todos esperamos acceder, a partir de cómo es y no de cómo quisiéramos que fuese o actuase? ¿Podremos hacerlo y seguir ampliando nuestros contactos sin implicarnos más intensamente y con mayor profundidad en la relación o, por el contrario, asumir el mutuo conocimiento a partir de la estandarización, entre trivial y sugestiva, de una nueva ruta turística hacia horizontes de un riesgo seductor? Creemos que, cuando menos, los próximos tiempos deberán de obligarnos a nuevas fórmulas de acercamiento y relación que, en su clarificación y entendimiento, constituirán nuestras apuestas para un próximo futuro. Una dinámica de la que ambas partes podríamos sacar enseñanzas y beneficios. Como señalaba el Premio Nobel de Literatura José Saramago, en el acto de presentación del Observatorio Galego para o Referéndum do Sáhara Occidental , “todos nosotros somos responsables en relación a lo que sucede en el mundo, si bien no directamente, porque, en la mayor parte de los casos, no estamos implicados, cada uno de nosotros, personalmente; pero esa implicación, en cualquier caso, no puede ser dejada de lado porque, cuando menos, tenemos que asumir la implicación derivada de su conocimiento. Podemos no aceptar intervenir, podemos no tener la posibilidad de participar… Lo que no podemos ni debemos es ignorar lo que sucede y, cuando menos, tomar una posición frente a nuestra propia conciencia, ante esos acontecimientos”.
Tenemos que saber quienes somos, lo que queremos y donde estamos… Y tomar partido a favor de quienes ocupan las posiciones más desfavorecidas o, lo que viene siendo lo mismo, de esas tres cuartas partes de la humanidad que pueblan nuestro particular universo, desde África hasta el corazón de la misma Europa… La gran mayoría de los que integran este mundo que deseamos habitar. En nuestro caso, una sociedad saharaui acosada y lateralizada.
Las Asociaciones de Amistad con el Pueblo Saharaui, el Frente Polisario y las instituciones y personas implicadas en este proceso tenemos la inexcusable obligación de aceptar el sentido del cambio y asumir las diferentes apuestas que marcan el camino hacia el establecimiento de una solidaridad más auténtica y comprometida, aquella que apueste por estar y, simple aunque no fácilmente, acompañar aquellos procesos en los que se requiera una presencia y una intervención de carácter internacional. Saber tan solo que alguien está a tu lado y te otorga su apoyo en esos momentos hace menos dramática, que no menos costosa, la superación de las dificultades y de los problemas.
Y tal vez, entonces, podamos colaborar con eficacia en esa pacificación que pasa, sin duda alguna, por la autodeterminación del pueblo saharaui en un referéndum cuya necesidad reconoce de forma casi unánime la comunidad internacional pero que esa misma comunidad se muestra incapaz de ponder en práctica en una praxis política vergonzosa e insincera de la que los gobernantes de las grandes potencias e, con ellos, los de España, son los primeros y más directos culpables y responsables, pero que a todos nos implica y afecta.
Un viejo amigo saharaui, desde la calidez de su conversación y la hospitalaria acogida de su jaima y en un esfuerzo por describir y caracterizar los comportamientos de nuestras respectivas sociedades, me recalcaba como los europeos, y, por serlo, también los españoles, vivían a través del tiempo, condicionados por él, mientras que la sociedad saharaui sobrevivía alimentándose de la paciencia que no de la conformidad, más allá de toda medida… Ojalá que, juntos y en un común esfuerzo, fuésemos capaces de encontrarnos en una encrucijada desde la que acabar con este tiempo de paciencia y ser capaces de rescatar, en un breve plazo, codo con codo y fraternalmente, la paciente espera de un tiempo por llegar que sea verdaderamente suyo, de las mujeres y de los hombres del Sáhara. Un tiempo para vivir y no solamente un tiempo para sobrevivir.
Santiago Jiménez *
Octobre 2016
*Prof. Titular del Departamento Historia Medieval y Moderna de la Universidad de Santiago de Compostela, España
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